En la historia del jazz, pocas figuras han logrado expandir las fronteras de la música con la amplitud, la osadía y el ingenio de Hermeto Pascoal. Su nombre resuena como un conjuro que desdibuja las divisiones entre lo popular y lo académico, lo improvisado y lo escrito, lo ritual y lo racional. Nacido en Arapiraca en 1936 y despedido del mundo en Río de Janeiro en septiembre de 2025, Pascoal se sostuvo durante casi nueve décadas como un alquimista de sonidos, un inventor perpetuo que entendía la música como un universo inagotable. Su obra nunca obedeció a categorías; más bien, las rompía y las recomponía en un lenguaje al que él mismo bautizó con la humildad de lo evidente: música universal.
Su impacto en el jazz resulta doblemente decisivo. Por un lado, abrió la tradición del bebop y la posguerra estadounidense a un diálogo con las raíces profundas de la música brasileña: baião, maracatú, frevo y choro encontraron en él no un decorado folklórico, sino un fundamento rítmico y armónico con el que podía desafiar a cualquier big band norteamericana. Por otro, mostró que la improvisación no tenía que limitarse a un set preestablecido de reglas o repertorios. En Pascoal la improvisación era la vida misma, con sus desvíos, su humor, sus quiebres repentinos. Escucharlo con su grupo o en alguna de sus grabaciones solistas era asistir a una ceremonia donde la sorpresa estaba tan cuidadosamente planeada como el desorden.
La figura de Pascoal también pone en jaque la idea de que el jazz es un idioma con centro geográfico. Su música es la prueba de que la universalidad del jazz radica precisamente en su capacidad para absorber y transformarse. Lo que en los sesenta era visto como una rareza exótica en los escenarios internacionales, terminó siendo una lección: el jazz no es sólo swing ni sólo bop, es un laboratorio abierto al que cada cultura puede aportar su alquimia. Si Miles Davis encarnó la modernidad en tránsito, Pascoal representó la naturaleza misma de la música en constante metamorfosis.
Su legado más profundo, quizá, no está únicamente en sus discos ni en los conciertos donde parecía invocar tormentas sonoras, sino en la forma en que enseñó a escuchar. Pascoal nos obligó a mirar hacia los costados: a descubrir música en un charco, en un canto de gallo, en el ruido del viento contra la ventana. Convirtió la experiencia musical en un acto de comunión con el entorno, y al hacerlo reveló que el verdadero virtuosismo no es dominar un instrumento, sino ampliar la conciencia de lo que puede ser la música.
Hoy, tras su partida, la obra de Hermeto Pascoal se sostiene como una cartografía de lo imposible. En ella caben la tradición más íntima y la experimentación más radical, lo local y lo planetario, lo humano y lo natural. Su nombre quedará inscrito no sólo en la historia del jazz o de la música brasileña, sino en la historia de todos aquellos que entienden que la música, en sus formas más genuinas, no conoce fronteras. Y en esa universalidad radica la certeza de que Hermeto seguirá sonando mientras exista alguien dispuesto a escuchar más allá de lo evidente.
La figura de Pascoal también pone en jaque la idea de que el jazz es un idioma con centro geográfico. Su música es la prueba de que la universalidad del jazz radica precisamente en su capacidad para absorber y transformarse. Lo que en los sesenta era visto como una rareza exótica en los escenarios internacionales, terminó siendo una lección: el jazz no es sólo swing ni sólo bop, es un laboratorio abierto al que cada cultura puede aportar su alquimia. Si Miles Davis encarnó la modernidad en tránsito, Pascoal representó la naturaleza misma de la música en constante metamorfosis.
Su legado más profundo, quizá, no está únicamente en sus discos ni en los conciertos donde parecía invocar tormentas sonoras, sino en la forma en que enseñó a escuchar. Pascoal nos obligó a mirar hacia los costados: a descubrir música en un charco, en un canto de gallo, en el ruido del viento contra la ventana. Convirtió la experiencia musical en un acto de comunión con el entorno, y al hacerlo reveló que el verdadero virtuosismo no es dominar un instrumento, sino ampliar la conciencia de lo que puede ser la música.
Hoy, tras su partida, la obra de Hermeto Pascoal se sostiene como una cartografía de lo imposible. En ella caben la tradición más íntima y la experimentación más radical, lo local y lo planetario, lo humano y lo natural. Su nombre quedará inscrito no sólo en la historia del jazz o de la música brasileña, sino en la historia de todos aquellos que entienden que la música, en sus formas más genuinas, no conoce fronteras. Y en esa universalidad radica la certeza de que Hermeto seguirá sonando mientras exista alguien dispuesto a escuchar más allá de lo evidente.
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