Su creación en 1967 no puede comprenderse sin el contexto. Estados Unidos estaba atravesado por la fractura política y social: la guerra de Vietnam, las protestas en campus universitarios, las tensiones raciales y el eco todavía vivo del movimiento por los derechos civiles. En ese paisaje turbulento, Bob Thiele —productor de Impulse! Records, el sello de John Coltrane— y George David Weiss, prolífico compositor de música popular, concibieron una canción que, lejos de reflejar el caos, funcionara como contrapeso: un recordatorio de la belleza cotidiana. No buscaban sofisticación armónica ni experimentación formal, sino una melodía accesible y unas imágenes líricas que cualquiera pudiera entender. Pero como tantas veces en la historia del jazz, lo esencial no estaba en la partitura, sino en la voz que la interpretaría.
Louis Armstrong, con 66 años, ya era una figura mítica. Su trompeta había definido la gramática del jazz moderno en los años veinte y treinta; su voz, áspera y quebrada, había transformado estándares en himnos. En 1967, su instrumento de metal había quedado casi en silencio por problemas de salud, pero su voz conservaba una fuerza expresiva incomparable. Armstrong aceptó grabar la canción, y lo hizo en una sola toma nocturna. La anécdota se ha contado mil veces: Larry Newton, ejecutivo de ABC Records, intentó boicotear la sesión porque la consideraba una pérdida de tiempo y dinero. Armstrong, sin embargo, convirtió esas frases elementales en un testamento musical. Lo que pudo ser una pieza de fácil consumo terminó adquiriendo densidad histórica gracias a esa voz cargada de biografía, un registro donde cada nota arrastraba décadas de lucha, racismo y resistencia.
Desde el punto de vista técnico, “What a Wonderful World” no ofrece complejidad en el sentido en que la entendía el bebop. La canción está construida en la forma clásica de 32 compases AABA, con progresiones armónicas sencillas que giran en torno a funciones tonales primarias, sin modulaciones arriesgadas ni extensiones sofisticadas. En términos jazzísticos, podríamos decir que carece de los retos armónicos de un “All the Things You Are” o un “Giant Steps”. Y, sin embargo, ese carácter armónicamente diáfano es lo que la convierte en un campo fértil para reinterpretaciones. Su simplicidad tonal permite que cada intérprete decore, module o rearmonice sin destruir su esencia. Es precisamente esta cualidad —la apertura estructural— lo que ha hecho que más de mil músicos, de géneros tan disímiles como el jazz, el reggae, la world music o el pop, se apropien de ella con resultados distintos pero siempre reconocibles.
En su lanzamiento, la canción sufrió el desprecio de la propia industria norteamericana. Apenas promocionada en Estados Unidos, quedó relegada a un lugar marginal. Pero en el Reino Unido alcanzó el número uno en las listas de ventas, un fenómeno que revela las ironías de la circulación cultural: la canción que celebraba el paisaje americano tuvo que ser legitimada primero en Europa. No fue sino hasta finales de los ochenta, cuando se utilizó en la película Good Morning, Vietnam, que el público estadounidense abrazó finalmente la grabación de Armstrong. Esa inserción cinematográfica transformó lo que había sido una pieza relegada en su tierra en un símbolo nacional, resignificado en clave nostálgica.
Con el tiempo, nuevas voces la rescataron y resignificaron. Tony Bennett, que había rechazado la propuesta inicial de grabarla, terminó interpretándola en los años ochenta y noventa, y junto a k.d. lang produjo una versión donde la tradición crooner se reconcilia con la intimidad jazzística. En su interpretación, los fraseos se apoyan en el legato, la articulación se vuelve aterciopelada, y la canción gana un tono de sofisticación romántica. La versión de Eva Cassidy, en cambio, ofrece otro paradigma. Grabada en 1996, en el Blues Alley de Washington, revela una lectura que no se apoya en ornamentos técnicos ni en virtuosismos: es la desnudez de la voz la que sostiene la emoción. Cassidy modulaba con un control exquisito del vibrato, suspendía frases en el aire y dejaba silencios cargados de tensión. Su interpretación muestra cómo una melodía tan elemental puede transformarse en un ejercicio de honestidad artística absoluta.
Israel Kamakawiwo’ole llevó la canción aún más lejos en términos de apropiación cultural. Su fusión con “Over the Rainbow” no solo mezcló dos himnos de la música popular, sino que los filtró a través de la sonoridad del ukelele y la tradición vocal hawaiana. Allí no hay acordes de jazz extendidos ni progresiones complejas: hay un fraseo reposado, con un tempo lento que roza la suspensión temporal. Su registro vocal, amplio y grave, dota a la canción de una melancolía que no necesita traducción. Musicológicamente, lo que Kamakawiwo’ole logra es recontextualizar la canción dentro de un marco de world music, transformándola en un signo identitario local y global al mismo tiempo.
El siglo XXI ha multiplicado las lecturas. Michael Bublé la reintrodujo en clave pop orquestal, con arreglos que recuerdan más a la tradición de Sinatra que al fraseo de Armstrong. Jon Batiste y otros músicos contemporáneos han explorado la canción como un espacio de improvisación lírica, demostrando que incluso lo más simple puede abrir puertas a nuevos matices expresivos. En plataformas como YouTube, abundan versiones amateurs y virales, algunas de ellas experimentando con armonías modernas, otras llevándola a terrenos electrónicos o híbridos. El hecho de que tantas generaciones y estilos distintos se reconozcan en una misma partitura habla de su condición de “canción abierta”.
El peso histórico de “What a Wonderful World” dentro del jazz reside en la paradoja que encarna. No es un estándar bebop, no pertenece al repertorio del hard bop ni al free jazz. Está más cerca de la balada popular que del canon estrictamente jazzístico. Y sin embargo, por la mediación de Armstrong y por la capacidad de adaptarse a distintas tradiciones interpretativas, ha quedado instalada como uno de los himnos más versionados del género. Como bien señala la crítica especializada, el jazz no siempre se define por la complejidad formal, sino por la capacidad de transformar materiales aparentemente simples en vehículos de profunda emoción. Armstrong entendía que lo esencial no era la dificultad armónica, sino la transmisión de un mensaje. Su voz, que en 1967 ya era una reliquia viviente, convirtió aquella melodía ingenua en una lección sobre la fuerza del fraseo, el timbre y la emoción interpretativa.
Hoy, más de medio siglo después, “What a Wonderful World” sigue circulando con una vitalidad inusual. Supera los quinientos millones de escuchas en Spotify y acumula miles de millones de vistas en YouTube. No hay festival de jazz, ni ceremonia televisiva, ni archivo digital que no se haya visto tocado por alguna versión. Y lo interesante es que cada nuevo intérprete se enfrenta al mismo desafío: ¿cómo hacer de esta canción algo personal sin destruir su esencia? Ese es, en última instancia, el enigma que la mantiene viva.
Louis Armstrong, con su sonrisa cansada y su voz áspera, dejó más que una canción: dejó una invitación. Frente al ruido de la violencia, frente a la complejidad del mundo, eligió cantar una verdad sencilla. Y quizás en eso reside el secreto de su permanencia. El jazz, en toda su riqueza de estructuras, improvisaciones y disonancias, encontró en “What a Wonderful World” un recordatorio fundamental: que la música también puede ser un refugio, un espacio para afirmar lo elemental. Y que, por encima de cualquier sofisticación técnica, el arte de comunicar —con honestidad y ternura— sigue siendo la mayor de las virtudes.
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