Pero Jarrett no se limitó a esa faceta. Su largo recorrido con el Standards Trio, junto a Gary Peacock y Jack DeJohnette, lo colocó como guardián y renovador de la tradición. Con ellos, durante más de tres décadas, exploró el cancionero americano con la seriedad de un alquimista: no se trataba de repetir los viejos estándares, sino de extraerles nuevas formas, frescura, modernidad. Ese trío mostró que la tradición no es un monumento estático, sino una materia viva capaz de reinventarse cada noche.
En paralelo, Jarrett nunca abandonó su vínculo con la música clásica. Sus grabaciones de Bach, Mozart, Shostakovich o Handel no fueron ejercicios de virtuosismo académico, sino diálogos entre mundos. Para él, el lenguaje no estaba dividido en compartimentos; la música era un territorio único donde las categorías se disolvían y la sensibilidad dictaba las reglas. Esa amplitud estética lo convirtió en un músico inusual, capaz de atraer públicos diversos y de transmitir una visión de lo universal desde el piano.
A su estilo lo acompañaron dos elementos inseparables: su presencia física sobre el escenario y sus vocalizaciones, esas exclamaciones, gemidos o canturreos que aparecían mientras tocaba. Para algunos, distracciones; para otros, la prueba de una entrega total. Jarrett vivía la música como una experiencia corporal y espiritual en la que no había distancias entre el cuerpo, la voz y el instrumento.
Las sombras también lo alcanzaron. En los noventa sufrió el síndrome de fatiga crónica, que lo alejó temporalmente de los escenarios. Y en 2018, dos accidentes cerebrovasculares dejaron su costado izquierdo parcialmente paralizado, limitando de manera casi definitiva su capacidad de volver a tocar en público. Hoy, ya sin la posibilidad de realizar conciertos, su figura pertenece a esa extraña categoría de músicos cuyo silencio se vuelve parte de la obra.
Mirar su carrera desde este presente añade un matiz de melancolía, pero también de gratitud. Porque Jarrett nos enseñó que la improvisación no es mero virtuosismo, sino un arte de estar presente, de convertir el instante en música irrepetible. Nos enseñó que un estándar puede renacer con cada interpretación, que un piano maltrecho puede transformarse en leyenda, que el silencio entre notas tiene tanto peso como la nota misma.
Keith Jarrett no es solo un pianista extraordinario: es un testigo del poder de la improvisación, un poeta del teclado que convirtió cada concierto en un acto de fe. Y aunque la enfermedad lo haya obligado a callar, su música sigue hablando, recordándonos que la verdad del arte no está en la permanencia de la técnica, sino en la intensidad con la que se entrega el alma en cada nota. Su legado no se mide en lo que ya no puede tocar, sino en lo que sigue resonando cada vez que alguien pone un disco suyo y escucha, en esas teclas, la eternidad de un instante.
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