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Cantaloupe Island (Live, 1990): Un estándar reencontrado por cuatro grandes músicos de jazz.

Hay composiciones que parecen respirar con el pulso de una época, pero que de algún modo logran no envejecer jamás. “Cantaloupe Island”, escrita por Herbie Hancock en 1964, pertenece a esa estirpe de piezas inmortales que nacen del jazz pero lo trascienden, instalándose en un territorio donde el ritmo se vuelve lenguaje universal. No es sólo una melodía: es una idea musical pura, condensada en cuatro acordes y una insistencia hipnótica que dialoga con el cuerpo antes que con la mente. En ella late algo más que modernidad; late el espíritu de una generación que aprendía a bailar con el pensamiento.



La historia de “Cantaloupe Island” es también la historia de un cambio de sensibilidad dentro del jazz. A mediados de los sesenta, Hancock ya había pasado por el crisol del hard bop y la efervescencia del quinteto de Miles Davis. Pero este tema —grabado en el álbum Empyrean Isles junto a Freddie Hubbard, Ron Carter y Tony Williams— marcó un viraje: el piano dejó de ser un mero instrumento armónico para convertirse en una arquitectura del groove. La repetición de los acordes, la sobriedad del motivo, la economía expresiva: todo apuntaba a una nueva estética, más terrestre, más sensual, que se alejaba del virtuosismo exhibicionista y encontraba profundidad en la simplicidad.

Lo fascinante es que “Cantaloupe Island” no necesitó de artificios para convertirse en un clásico. Su magnetismo nace de la interacción contenida del cuarteto, de ese bajo que traza líneas circulares como si invocara un mantra, de la batería que no acompaña sino conversa, y del piano que se repliega y estalla con idéntico control. Hancock, en ese registro, parece dibujar con la precisión de un arquitecto zen. Su toque tiene algo de científico y de poeta, una ecuación donde cada nota parece medida, pero también vivida.

Décadas más tarde, el tema reaparecería con una segunda vida cuando el grupo británico US3 lo sampleó en su célebre “Cantaloop (Flip Fantasia)”, convirtiéndolo en himno del acid jazz y reintroduciendo a Hancock a una nueva generación que nunca había pisado un club de jazz. Era un homenaje, sí, pero también una demostración de cómo una idea bien construida puede atravesar continentes, estilos y modas. “Cantaloupe Island” pasó del Blue Note de los sesenta al MTV de los noventa sin perder autenticidad. Pocas obras pueden jactarse de ese tipo de longevidad: ser contemporáneas de todo.

Aun hoy, en cualquier escenario del mundo donde un pianista decide abrir un set con esa introducción inconfundible, el aire se carga con un tipo especial de expectación. No importa si se toca en Filadelfia, en Vitoria o en Tokio: el público reconoce ese pulso casi ancestral, ese vaivén que combina lo terrestre y lo etéreo. Es la misma vibración que alguna vez cautivó a músicos de todas las generaciones, desde los discípulos directos de Hancock hasta los beatmakers que encuentran en sus acordes una fuente inagotable de textura.

“Cantaloupe Island” sigue sonando como si hubiera sido escrita mañana. Su aparente sencillez esconde una sofisticación que no se agota; su estructura mínima contiene una vastedad que pocos temas logran. Quizá por eso el tiempo no la ha domesticado. Herbie Hancock no sólo compuso una pieza de jazz memorable: inventó un pequeño universo donde el ritmo respira con alma de océano. Y cada vez que suena, el jazz recuerda que todavía puede ser —como en 1964— una isla, pero una isla fértil, abierta a todos los horizontes.




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