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20251215

Hiromi Uehara: el piano como fuerza instantánea y espacio de tensión

 Hay pianistas cuyo sonido parece nacer de una negociación constante entre fuerzas opuestas. En el caso de Hiromi Uehara, esa tensión no se disimula ni se resuelve: se expone. Su piano irrumpe como un relámpago —velocidad, densidad, precisión extrema— y, casi sin transición, se repliega hacia un silencio cargado de intención, donde cada resonancia parece medir su propio peso. En la escena jazzística actual, saturada tanto de virtuosismo técnico como de discursos identitarios, su presencia resulta singular no por lo que proclama, sino por la lógica interna que articula su lenguaje musical.

Formada en una tradición pianística rigurosa, con una sólida base clásica que nunca se presenta como ornamento ni como legitimación cultural, Hiromi aborda el jazz desde una relación física con el instrumento. El piano no funciona como mediador abstracto de ideas armónicas, sino como un cuerpo resonante que exige respuesta inmediata. La velocidad que suele asociarse a su estilo no responde a una voluntad de exhibición, sino a una concepción energética del discurso musical: las ideas se suceden porque el flujo lo demanda, no porque la destreza lo permita. Esa diferencia, sutil pero decisiva, explica por qué incluso en sus pasajes más vertiginosos el discurso conserva direccionalidad y sentido formal.

Desde un punto de vista técnico, su lenguaje se caracteriza por una articulación rítmica de notable claridad, incluso en contextos de alta densidad sonora. Las figuras rápidas no se disuelven en un continuum indiferenciado, sino que conservan perfiles reconocibles, apoyados en acentos precisos y en una relación muy consciente con el pulso. Aquí aparece uno de los rasgos más interesantes de su concepción jazzística: la noción de swing no se limita a una herencia estilística ni a un patrón histórico, sino que se redefine como una elasticidad del tiempo, capaz de expandirse y contraerse sin perder cohesión. El resultado es una sensación de empuje constante, aun cuando la métrica se vuelve compleja o el fraseo se fragmenta.

En el plano armónico, Hiromi se mueve con naturalidad entre estructuras funcionales ampliadas y zonas de ambigüedad tonal. Su vocabulario no busca la sofisticación por acumulación, sino por contraste. Acordes de gran densidad conviven con pasajes de transparencia casi ascética, donde el silencio actúa como elemento estructural y no como simple pausa. Esta alternancia refuerza la percepción de su música como un campo de fuerzas en tensión, donde la saturación solo cobra sentido en relación con la posibilidad de su interrupción. El silencio, en este contexto, no es reposo ni contemplación, sino un espacio de reorganización del discurso.

La dimensión compositiva de su trabajo resulta central para comprender su lugar en la actualidad del jazz. Lejos de apoyarse exclusivamente en estándares o en formas heredadas, Hiromi concibe sus piezas como sistemas abiertos, donde la escritura y la improvisación se integran en un mismo gesto. Las secciones no se suceden de manera lineal, sino que dialogan, se superponen o se contradicen, generando una narrativa musical que rehúye la previsibilidad. Esta forma de pensar la composición remite tanto a procedimientos de la música contemporánea como a la tradición del jazz moderno, sin que ninguno de estos polos se imponga como referencia explícita.

En el ámbito del trío o de los pequeños ensambles, su relación con los otros músicos se basa en una escucha activa que desafía el estereotipo del liderazgo pianístico. Aunque su presencia sonora es dominante, el discurso no se organiza en torno a un acompañamiento pasivo, sino a una interacción constante, donde el ritmo y la armonía se negocian en tiempo real. La sección rítmica no funciona como soporte, sino como interlocutor. Esta concepción dialogante refuerza la dimensión colectiva del jazz, incluso en contextos donde la escritura podría sugerir una jerarquía más rígida.

Desde una perspectiva cultural más amplia, la figura de Hiromi plantea preguntas relevantes sobre la circulación global del jazz en el siglo XXI. Su trayectoria, desarrollada entre distintos espacios geográficos y culturales, pone en evidencia una transformación profunda del género: ya no se trata de un lenguaje que se expande desde un centro hacia la periferia, sino de una red de prácticas que se reconfiguran localmente sin perder conexión. En este sentido, su música no se define por una identidad nacional ni por una voluntad de síntesis intercultural explícita. La tradición está presente, pero como material de trabajo, no como bandera.

La recepción de su obra, tanto en ámbitos académicos como en circuitos más amplios, revela una tensión persistente en la crítica jazzística contemporánea: cómo evaluar un virtuosismo que no se inscribe en la lógica del homenaje ni en la del revival. Hiromi no dialoga con el pasado desde la cita ni desde la nostalgia, sino desde la transformación. Su técnica, por deslumbrante que resulte, no busca restaurar un canon, sino ponerlo en movimiento. Esto obliga al oyente formado a revisar sus propios criterios de escucha, especialmente aquellos que asocian profundidad con contención o madurez con moderación expresiva.

En la actualidad, cuando el jazz convive con una multiplicidad de estéticas híbridas y discursos transversales, el trabajo de Hiromi destaca por su coherencia interna. No hay en su música un intento de adaptación a tendencias externas ni una estrategia evidente de legitimación. El piano suena porque tiene algo que decir, y lo dice con una intensidad que no admite medias tintas. El relámpago no se anuncia; irrumpe. El silencio no consuela; interroga. Entre ambos, se despliega un lenguaje que, más que ofrecer respuestas, insiste en mantener abierta la pregunta sobre qué puede ser hoy el jazz cuando se lo aborda sin concesiones, como una práctica viva que aún no ha agotado sus posibilidades.



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